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EL LIBRO DE LA SEMANA

Una maestra del matiz

Demoledora con Capote y deslumbrante con Kafka, siempre irónica y precisa, Cynthia Ozick es tan buena lectora como narradora

La escritora Cynthia Ozick.
La escritora Cynthia Ozick.Tim Knox / Eyevine

En 1966 Cynthia Ozick (Nueva York, 1928) publicó su primera novela, Trust. Sus cuentos, desde 1971, integran cualquier repertorio de la maestría de la literatura norte­americana. Los expatriados, inmigrantes, obsesivos lectores, rabinos enloquecidos, teólogos aficionados y pícaros desesperados de Ozick recuerdan a los personajes que Isaac Bashevis Singer convirtió en miembros reconocibles del mundo nuevo, de esa América, del Norte y del Sur, meta sin retorno para los judíos centroeuropeos a partir de los pogromos de finales del siglo XIX.

La producción de Ozick era, hasta los ochenta, irreprochable. Entonces sucedió algo extraordinario. En 1980 apareció en The New Yorker un cuento de tres páginas, El chal, seguido en 1983 de su continuación, Rosa. En 1989 Ozick los publicó en libro; en 1992 Daniela Stein lo tradujo para la editorial Montesinos de Barcelona. Lo extraordinario es que, en menos de cien páginas, El chal, magistral e inquietantemente, contiene la Shoah: la industria de la muerte, la animalización, el odio, la destitución absoluta de toda subjetividad. Expone algo del orden de la memoria que, en general, se vela. Porque cuando desaparece el victimario —el aparato nazi y los ejecutores del aparato han sido históricamente derrotados y eliminados— la víctima tiene que absorber al victimario. Las formas de esa adopción indeseada del otro —formas letales, sádicas, convulsivas, repelentes— son las que nos hace visibles El chal: el odio circula entre las víctimas como la única pasión que los mantiene vivos; es parte constitutiva de la memoria. No es casual que la canibalización aparezca como fantasía recurrente en las dos partes de El chal. Leer a Ozick exige al lector reverencia, aceptación de que el conocimiento de la Shoah cercena las posibilidades emocionales de la identificación, en las que abunda la cultura de masas dedicada a conmover y hacernos llorar confortablemente.

Desde el sofá, junto al fuego de la chimenea, Ozick puede ser feroz. La edición contiene piezas como un inclemente análisis de Truman Capote: A sangre fría es sólo un diseño autorreferente

Los ensayos de Metáfora y memoria pueden ser leídos en parte como expansión de ese principio exigente, como, según define la propia Ozick, “reflexión y visión interior”. No permiten olvidar; no permiten la lágrima kitsch. Pero Ozick no es una profeta ni una moralista, y abarca otros registros. Pertenece a la gran tradición anglosajona, en la que la propia autora se inserta; sus ensayos son casuales, arbitrarios pero coherentes, libres en el discurrir y ligeros pero rigurosos y alérgicos al lugar común. Sabe que “un ensayo nace de una tarde junto al fuego de la chimenea, no de un combate ni de un safari”.

Aunque desde el sofá, junto al fuego de la chimenea, Ozick puede ser feroz. La edición de Mardulce contiene piezas como un inclemente análisis (en 1973) de Truman Capote: Otras voces, otros ámbitos es un libro muerto, vacuo; A sangre fría es sólo un diseño autorreferente. O, en 2006, un breve pero ácido comentario a la negativa de Jonathan Frazen a ir al programa de Oprah Winfrey. Las maneras de acceso a sus temas son tangenciales, lo que permite mantener un argumento y seguirlo frente a un material inmenso: así ‘La señora Virginia Woolf: una loca y su enfermero’ hace visible, de modo inesperado, a Leonard Woolf; o en ‘Fuego y humo: los diarios de Sylvia Plath’ parte de la voz de Plath leyendo poemas: “Es como si los tonos de Eliot, tan omnipresentes en ese periodo, hubiesen sido transfundidos a las venas de una mujer, con toda la autoridad de sus cadencias rituales”. En ‘De la discordia y el deseo’, sobre la muerte de Susan Sontag, se erige como la otra voz de la alta cultura, esa a la que no le era posible, como a Sontag, “vincular a Patti Smith con Nietzsche”.

Hay dos núcleos que se disputan el centro en este libro. Uno es ‘Metáfora y memoria’, una pieza originalísima, que va y viene entre la herencia griega y la judía para sugerir, en una nota al pie, que la “metáfora es el heraldo de la piedad humana”; y que la piedad encuentra su figura inicial en la sustitución del sacrificio humano por el de un animal en el episodio bíblico de Abraham e Isaac. El otro está integrado por los ensayos fundamentales sobre Henry James, Kafka, Dostoievski y Tolstói: en Ozick siempre hay una confrontación entre la Historia y las obras, en un gesto desafiante que despliega, por ejemplo, todas las figuras de Los cosacos, una de las primeras novelas de Tolstói, incluyendo en esas figuras los silencios pretéritos del creador y el conocimiento histórico del lector: las matanzas de judíos eran parte del ritual de esos “buenos salvajes” primigenios.

Hay que dejar para el final ‘Contra la modernidad’, donde Ozick consigna detalladamente la actividad de la Academia Estadounidense de Artes y Letras (entre 1918 y 1927), inspirada en el modelo francés, y se divierte señalando: “En la extraordinaria década literaria que siguió a la Primera Guerra Mundial la Academia no recogió, ni elogió, ni promovió, ni asimiló a T. S. Eliot, a Ezra Pound, a Marianne Moore, a William Carlos Williams, a Hart Crane, a Wallace Stevens, a Conrad Aiken, a H.D., a e.e. cummings”. El tono no es airado, sino preciso, irónico, detallado; Ozick es capaz de darle dignidad a los caballeros indignados que habían soñado con luchar contra la modernidad y sus artefactos. Ese giro permanente hacia la restricción del juicio, hacia la matización del argumento, es, quizá, su lección más duradera.

Metáfora y memoria. Ensayos reunidos. Cynthia Ozick. Traducción de Ernesto Montequin. Mardulce. Buenos Aires, 2016. 432 páginas. 22 euros


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